ESPERANZA®

Camina aterida. La ajada capelina apenas sirve. Los pasos hollan el barro. Gris el cielo, fresca la lluvia. Solitaria entre el grupo custodiado por guardianes gritones, hartos. Los pezones duelen por el roce con la tela. Sangran, pero hace mucho que no se queja. Se sabe cautiva entre las supervivientes, aunque envidia a las muertas.

Hubo un día en el que se movió con soltura por los salones, los jardines y las salas de una mansión. Ahora obedece carente de iniciativa. Cada nueva orden le sabe antigua.

Hubo un día en el que se sintió como una flor: bella, atrayente. Ahora nadie la desea. Hace tiempo que su sexo fue deteriorado por los abusos, y su estima extirpada.

Sin motivo aparente, se detiene. Las delgadas piernas tiemblan como las de un corzo ante la proximidad del lobo. Una pequeña criatura, de futuro incierto y cuerpo blanco como los copos, surge de entre sus ropas y cae pesadamente sobre el barro.

Hubo un día en el que mimaba a sus muñecas. Sentía voces moduladas que la sugerían. Se sabía querida. Ahora, cuando de nuevo una voz restalla cerca, echa a andar. Obedece movida por la costumbre. Atrás queda el cuerpecillo que se debate entre las fangosas pisadas de aquellos cuerpos sin voluntad.

Una figura oscura se acerca sin tener en cuenta a aquellas desposeídas. Levita, ajena a las manchas del barrizal. Recoge a la niña abandonada e inicia una carrera sin paso alguno. Tal es ahora su velocidad que deja tras de sí una estela, como una sombra incapaz de seguir a su ama. Los montes y los valles de Hades se suceden de forma vertiginosa, como los pliegues de una mente surcados por una sola idea, hasta dar con un abismo oscuro. Allí se encuentra una prisión sin puertas ni ventanas, pero a la que accede con facilidad.

Hubo un día en el que la ahora lejana madre soñaba. Las jornadas eran espléndidas y la casa soleada. Ahora el sueño es oscuro, carente de recuerdos. No queda memoria del parto.

Lejos, la nívea criatura parida por la desidia mira absorta la negrura que ocupa el rostro de su portadora. No siente temor en aquel pasillo de sillería, húmedo, repleto de celdas enrejadas. En una de ellas queda la pequeña, sobre un basto trozo de arpillera.

La parca cierra la cancela y mira su mano engarrada que contiene una placa reluciente, en la que escribe el nombre de la neonata: Esperanza. La coloca en lo alto, adherida a la piedra. De inmediato, se enmohece y las letras mugren.

Abandona despacio el frontal de la triste estancia, donde queda la criatura silenciosa. Conforme se marcha, observa las demás celdas de idénticos contenidos blancos, con curiosos y grandes ojos. Todas con las misma placa en los dinteles, donde el nombre se repite: Esperanza, Esperanza, Esperanza…

Y aquí es donde queda confinada cuando se pierde.

FIN

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