EL OJO QUE TODO LO VE®
Juan Galindo estaba durmiendo en el hotel cuando se sobresaltó. Miró la pantalla del móvil y comprobó que aún eran las cuatro y media de la madrugada, así que se dejó llevar por ese placer especial que uno suele sentir cuando aún puede prolongar el sueño otro par de horas.
De haberse fijado mejor habría descubierto el pequeño ojo flotante. Era del tamaño de una pelota de tenis. Sin perderle de vista, se mantenía levitando en la penumbra de la habitación. Juan apagó la pantalla y se durmió.
Horas más tarde sonó la alarma y Juan manifestó su enojo. Le gustaba dormir a gusto antes de una entrevista, pero desde aquel sobresalto en mitad de la noche no había descansado bien. Algo, inconscientemente, le había mantenido alerta.
Juan era soltero y amante de la soledad. Si deseaba compañía femenina iba a un club. Solía decir sin pudor que le resultaba más barato ir de putas que entregarle el sueldo a una mujer a la que iba a acabar detestando.
Las esposas de sus amigos le tildaban de machista, y él solía decir: «¡Sí, y qué!»; y a continuación les reprochaba haber sellado un acuerdo ante una iglesia a la que nunca volvían, después de la confirmación del arresto. De hecho, les recordaba sin pudor que la palabra “esposas” ya las definía convenientemente. Claro, esto hizo que fuese vetado en la mayoría de encuentros y celebraciones.
Juan Galindo salió de la cama y fue al aseo. De camino, activó el televisor sin percatarse de la misteriosa presencia de aquel ojo que le seguía. Todo lo que veía aquel ojo aparecía en la pantalla del televisor.
Se despachó una sonora meada y se rió pensando que sus amigos estarían meando sentados, para no tener que soportar las quejas de sus mujeres. Se alzó el calzón, se rascó el culo y se lavó las manos. Cuando volvió a la habitación le extrañó verse en la pantalla, y ahí fue cuando se dio cuenta de la existencia de aquel extraño artilugio que flotaba tras él, a la altura de su trasero.
Se girara para donde se girara, el dichoso ojo siempre se mantenía a su espalda, observándole. A continuación se desarrollaron los minutos más cómicos y desesperantes que ser alguno había tenido la oportunidad de vivir, tomándoselo como un juego.
Resignado, pensando que debía tratarse de una broma de algún compañero del departamento tecnológico, decidió despreocuparse. Fue entonces cuando la naturaleza se manifestó en forma de retortijones intestinales y no pudo evitar tener que tomar asiento en el váter, una necesidad que para Juan siempre resultaba inaplazable, y con una facilidad para evacuar que podía resultar envidiable para millones de congéneres estreñidos.
Cuando se hubo aliviado, presionó instintivamente el dispositivo del depósito de la cisterna. Entonces recordó el ojo, pero no había ni rastro.
«Vaya, te he jodido bien», se dijo mirando el fondo de la taza. Se había quedado a gusto y, de paso, había dejado a su compañero sin aquel trasto.
Se le estaba haciendo algo tarde para acudir a la entrevista, así que se vistió con rapidez, pensando que disponía de poco tiempo para tomar algo en la cafetería.
La habitación quedó vacía.
Cuando la mujer de la limpieza cambiaba las sábanas de la habitación, una veterana que creía haberlo visto todo, oyó un golpeteo que parecía provenir del cuarto de baño.
Se asomó y vio que la tapa del váter saltaba levemente, como si algo reclamase salir de allí. Se santiguó y, armándose de valor, se aproximó con cautela hasta el inodoro. Sin pensarlo dos veces, accionó el vaciado del depósito y dio gracias a Dios.
Fin
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